Llega abril y todo parece florecer.
Las flores, los campos, las terrazas. Las agendas empiezan a llenarse. Vuelve la luz, los días se alargan, la energía parece estar en el aire. Parece. Porque, a veces, yo no la encuentro.
Todo se mueve alrededor, y sin embargo yo solo puedo quedarme quieta. Como si algo dentro de mí necesitara seguir en pausa, mientras el mundo ya pisa el acelerador. Y aunque me lo digo, aunque lo entiendo… me cuesta aceptarlo.
Hay una voz interna —pequeña, pero insistente— que me susurra que debería estar mejor, hacer más, sentirme con ganas. Que este no es un buen momento para estar apagada, que ya tuve bastante invierno. Que ahora toca… brillar. Y yo no puedo. No quiero. No me sale.
Durante años me he empujado a encajar con el calendario de fuera, con el humor colectivo, con las estaciones que marcan cómo “toca” sentirse. Hoy prefiero escuchar lo que me pasa dentro, sin buscar culpables ni soluciones rápidas. Solo mirar, con cuidado, lo que hay. Sin forzar.
He descubierto que a veces también es valioso no florecer. También es valiente quedarme quieta, no estar disponible, no tener respuestas. No dar. Solo ser. Solo estar. Darme permiso para no brillar.
Y en ese permiso aparece algo nuevo: un tipo de calma. No euforia, no alegría intensa, pero sí algo parecido al descanso. A dejar de luchar contra mi propia forma de sentir.
Quizá, cuando el cuerpo y el alma estén listas, el brillo llegue solo. Sin exigencias. Sin empujones. Como llega la primavera, incluso en los años en que parece que no termina de arrancar.
Y si necesitas un espacio donde poder quedarte quietx sin sentirte solx, también estamos aquí. Para acompañarte, sin prisa, sin exigencias… hasta que tú decidas florecer. A tu ritmo.

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