Pasear por una ciudad, hacer un viaje, votar a un partido político, elegir amigos o una pareja, optar por una profesión, seguir en la vida un ideal…, no cabe duda que tener un rumbo es algo valioso en la vida de las personas: nos ayuda a definirnos, a comprometernos, a tener un sano sentimiento de control sobre nuestras propias vidas, nos dota de identidad.

 

Hoy quiero comentar la importancia de tener o recuperar el rumbo «en un mar de relaciones», es decir, en el ámbito de los vínculos que establecemos con los demás. Es este espacio de encuentro donde solemos tener dificultades y, en muchos casos, un grado importante de sufrimiento, porque le concedemos un papel central en nuestras vida: somos animales gregarios, necesitamos al otro, vemos en los demás nuestro lugar natural de existencia, crecimiento y realización.

Probablemente por esa gran importancia de las relaciones, la presión que sentimos junto a los demás es notable y tomamos entonces caminos muy personales, complejos a veces, para tratar de equilibrar necesidades que entran en competencia. Así, es frecuente ver que las personas se decantan por una de las siguientes posiciones polares: por un lado la dependencia y por otro la independencia.

  • Cuando nos acercamos a la posición dependiente, estamos excesivamente orientados hacia el otro, tratamos de intuir, adivinar que será lo que el otro quiere de nosotros, lo que espera, lo que necesita, etc.; y nos lanzamos rápidamente a conseguirlo, a otorgarlo…, a complacer. Pero, me dirán, ¡es tan agradable convivir con alguien complaciente! ¡tan suave complacer!, y en parte estoy de acuerdo; aunque el exceso de esta posición conlleva el agotamiento, la pérdida del respeto hacia uno mismo, la generación de expectativas sobre lo que los demás deberían hacer con las necesidades de uno y la decepción cuando esto no se cumple. Acabamos frustrados, agotados, desengañados, resentidos…, y solos. Los demás llevan rumbos diferentes que cada vez nos cuesta más entender o de seguir y, muy posiblemente, acabamos cuestionándonos si no estaremos equivocados al vivir de este modo, nos hemos perdido a nosotros mismos.
  • Cuando nos dejamos llevar por la posición individualista, nos ocupamos en mirar nuestro propio ombligo con dedicación, ignorando el efecto que nuestra opinión o conducta pueda tener en los demás, el otro pasa a ser un elemento utilitario (como un objeto que nos sirve o no), a tener un papel más decorativo que decisivo para nosotros, a ser el fondo de un lienzo para dibujar nuestra figura, que es lo que importa. En estas condiciones lo individual prima sobre lo colectivo, sobre lo común, que se reduce al mínimo y que a menudo estorba. Los otros suelen verse como obstáculos, como inconvenientes a evitar y las relaciones se vuelven escasas y ásperas: nadie parece importante, los demás no están a la altura, no son de fiar, la amistad no existe, hay que «hacerse a uno mismo». nuestra vida se vuelve más exclusiva, nos volvemos más exigentes, quizás prepotentes, nos sentimos incomprendidos …, y solos, hemos perdido a los demás. Somos navegantes en solitario, nadie parece llevar nuestro rumbo…, o tal vez estamos perdidos.

Navegar por el «mar de las relaciones» sin naufragar o perder el rumbo, implica tener un acceso claro a lo que se muestra ante nosotros: nuestras necesidades, deseos, inclinaciones…, y las de los demás.

Ser uno mismo, en solitario, es tan estéril como ser sólo lo que los demás quieren.

Hay que atender los dos lados de esta frágil línea de contacto donde nos encontramos y nos diferenciamos de los demás, recuperar o fortalecer una sensación de ser «Yo», que se apoya en los demás pero que los demás no definen, sólo complementan.