Desde mi ventana veo otras ventanas, a través de ellas intuyo la rutina, lo de siempre. Imagino madres que se despiertan en una casa aún dormida. Padres que lo hacen unos minutos después. Sonidos de desayunos en la cocina. Despedidas sin serlo porque «luego nos vemos».
Parejas que amanecen entrelazadas o en distancias insalvables, soledad en los rincones de una casa a la que hace tiempo que no le llega la luz.
Historias de personas normales con sus fisuras normales, pasajes de vida a los que sin querer bajamos el volumen y vamos silenciado, amortiguando.
Y en esa vida normal me pierdo, deseando que lo aburrido vuelva y lo sin más se instale. Calculando días, descontando horas, amasando un tiempo que pasa áspero y lento. En una vida que no siento mía. En una imposición que mi cabeza no entiende. En la pérdida de una rutina que ahora echo de menos a capazos.
Mi vida normal es mía y la quiero: la felicidad en una canción que suena al azar en los cascos de camino al trabajo, la sonrisa de alguien que te encuentras de golpe, el contacto desaliñado de una rutina imperfecta…
La suma de un millón de partículas imperceptibles que dan forma a unos días a los que ahora solo puedo echar de menos.
Me enfado, lloro, me desespero, quiero que esto acabe ya.
Entonces me escribe alguien para ver cómo estoy, veo las caras de los que quiero a través de las pantallas. Vuelvo a aquel libro que dejé a mitad. Hablo sobre lo primero que me viene a la cabeza, escucho atentamente lo que me quieren contar los demás, me alegra sentirme acompañada en una incertidumbre compartida.
Y esto es ahora lo normal…, una nueva normalidad, la que podemos respirar ahora.
Respirar, para hacer de estos días un lugar habitable, para hacer de este aire un intento de grito, para sentir que esa vida que echo de menos espera en algún lugar.