Pensar demasiado parece ser la epidemia de nuestro tiempo.
Según algunas investigaciones este modo de funcionamiento mental va aumentando con el curso de las décadas, hasta el punto de que ya se considera “normal”
A nadie extraña que un amigo declare en una conversación “estoy muy preocupado por el trabajo”, “le estoy dando vueltas a un asunto que me pasó ayer…”, “¿habré dicho lo correcto?”, “no me puedo quitar de la cabeza aquello que hablamos el otro día”. Ante esas afirmaciones no es raro responder “te entiendo, a mi también me pasa” o algo similar, porque lo vemos normal, común y corriente, algo que a cualquiera le pasa.
Una de las causas de haber llegado a esta situación es, con toda probabilidad, el papel tan fundamental que le hemos otorgado al pensamiento en nuestra cultura, preocupados en potenciar la inteligencia que pensar parece demostrar. Pero el pensar no lo es todo, ni siquiera es lo más importante o lo mejor que podemos hacer en toda circunstancia. A veces, al contrario, es perfectamente inútil e incluso nos lleva a sentirnos mal o nos agota.
Meditar no es pensar, a pesar de que son palabras que a veces se usan como sinónimos.
Los ejercicios de meditación nos ayudan a percibir el mundo que nos rodea sin más, volver a disfrutar de lo que vemos, oímos, etc. sin añadir comentarios, juicios o comparaciones, o sea, sin añadir el pensar.
Meditar nos ayuda incluso a observar el propio pensamiento sin dejarnos llevar por él, sin añadir más juicios o pensamientos. Se convierte así en una habilidad muy útil para frenar el exceso de preocupaciones, ese “darle vueltas” a la cabeza ineficaz y cansino.
Meditar no es pensar, pero hay que pensar en meditar, en hacerle un hueco en nuestra vida. Primero para aprender (o sería más justo decir para recordar esta habilidad) y después para practicar, para convertirla en un buen hábito, un complemento inteligente para una cultura compleja.